AL VUELO/ Por Pegaso

Opinión

Viejerío

¿No se los dije? Si hasta parezco pitoniso, oraculero, agorero, iluminado, clarividente, quiromántico, augur, nigromante, adivino, médium, brujo, mago, chamán, profeta, arúspice o astrólogo. 

Este día marcharon por las calles de la Ciudad de México miles de mujeres para protestar en contra de los feminicidios que siguen a la orden del día, y porque además, se ha tratado de imponer como candidatos para cargos de elección popular a sujetos como Félix Salgado Masdemonio, acusado de abuso y violación. 

Las manifestantes, a las que no les gusta que les digan feminazis, pintarrajearon nuevamente todos los negocios y monumentos que encontraron a su paso, tanto en Reforma como en la avenida Madero, el Zócalo y hasta el mismo Palacio Nacional, luego de saltar la valla que había puesto el Pejidente ALMO para que los malvados infiltrados enviados por los fifíes, neoliberales y conservadores no causaran desmanes en el histórico edificio. 

“Luego noj cuejta mucho dejpintar”,-habría dicho el Peje del Ejecutivo Federal, en relación con la forma de manifestarse del viejerío. 

¡Y cómo no! Los comerciantes que ven vandalizadas las fachadas de sus negocios, quebrados sus vidrios y caídas sus ventas mejor quisieran que las faminazis se pintaran las nachas y las boobies en lugar de cometer desmanes en propiedad ajena. 

Tienen razón en algo. Es necesario defender sus derechos, pero también se debe entender que sus derechos terminan donde empiezan los de los demás, y ahí sí es donde yo, como Pegaso defensor de las garantías individuales, me encarbono y me entupo, porque la lucha feminista se ha mal interpretado. 

De entrada, de entrada, la frase “equidad de género” ni debería existir. 

Las personas deben valer por su capacidad, por su preparación y por sus actos, no por ser hombres y mujeres. 

Si alguien aspira a un puesto de elección popular, no tiene que ser del género femenino para que esté incluida en una “cuota de género”, ya que eso implica una graciosa concesión del género dominante, en este caso, el masculino. 

Por desgracia, las mismas mujeres se han limitado durante mucho tiempo. 

Todavía hasta la mitad del siglo pasado, la esposa tenía que estar sujeta a su marido en todo y para todo. Solo servía como fábrica para producir chilpayates y hacer el quehacer en la casa, o como dijo una vez el Presichente Fox, eran unas “lavadoras de dos patas”. 

Yo recuerdo la canción de “La Martina”, donde una joven de apenas quince años fue entregada por sus padres a un individuo de edad mucho mayor. Y como las hormonas en la adolescencia son canijas, que se gancha con algún jovenzuelo del rancho, montado en brioso corcel, que llegaba cuando el viejón andaba en la labor. 

Con los cuernos bien puestos, llega el marido y le zorraja seis tiros, mientras su amoroso progenitor solo le dice, levantando las manos y haciendo un gesto de resignación: “Llévatela tú, mi yerno, la Iglesia te la entregó, si una traición te ha jugado la culpa no tengo yo”.  

Luego de un prolongado y obscuro período, las mujeres empezaron a ver por sus propios derechos, hasta que consiguieron participar en las elecciones mediante su voto, y posteriormente, como candidatas y funcionarias públicas. 

Desgraciadamente, a la fecha, son muchas menos las que están en puestos realmente de importancia, en comparación con el número abrumador de varones que acaparan el poder en nuestro país. 

Ya llegará el tiempo en que no se tenga que recurrir a la trillada frase de la “equidad de género” para que la persona, sea hombre o mujer, alcance por sus propios méritos el puesto para el que ha luchado. 

La meritocracia debe ser una guía y faro para el quehacer político en México. De lo contrario, seguirá habiendo polarización y enfrentamientos, como los que este lunes-Día Internacional de la Mujer- escenificaron las faminazis en la capirucha, ensoberbecidas por una mal entendida causa. 

Va el refrán estilo Pegaso, cortesía de Pepe “El Toro”: “Estoy impedido de articular palabra, fémina; portas arma punzocortante”.  (Ni hablar, mujer; traes puñal).