Historias de Frontera/ Por José Ángel Solorio Martínez

Opinión

Cuarentena y Paganini…

 Fue un ser excepcional. Física y espiritualmente. Era flaco, alto, y hasta donde se puede asegurar, un tipo feo. Padeció una curiosa enfermedad que le hacía súper flexible su sistema óseo. Se cuenta, que podía estirar sus dedos hasta casi el doble de su tamaño normal. Se convertía en un espectáculo cuando daba conciertos en los teatros de Europa tocando su violín con una sola cuerda; lo asombroso, no era esa habilidad. Lo sorprendente, era que sin las restantes tres cuerdas, hacía sonar su instrumento como si realmente tuviera el juego completo de hilos.

 Era Niccoló Paganini.

 Su madre, supersticiosa, como todas las mujeres italianas, muy probablemente para obligar a su vástago a tomar el camino de su padre que era un violinista modesto, construyó una leyenda urbana: contó, que en uno de sus sueños, el diablo le había asegurado cuando estaba embarazada, que su hijo sería el más grande violinista del mundo.

 Su padre, le compró un violín y lo envió a aprender a dominarlo.

 Fue tanto su virtuosismo, con notas y acordes imposibles para otro ejecutante, que el público dejó correr otro mito: Niccoló, había hecho un pacto con el diablo para obtener así su inhumana capacidad para ejecutar el violín.

 Así se ganó su segundo nombre: el Violinista del Diablo.

 En estos días de retiro sanitario, lo reencontré.

 Lo escuché con detenimiento.

 Por los prejuicios de sus pactos satánicos –sólo sé lo indispensable de música culta–, asocié sus composiciones al mundo de las tinieblas. Otro dato que me llevó a esa actitud errónea, fue recordar que vestía permanentemente de negro. Los dibujos que existen de él, realmente lo pintan como un ser más habitante del mundo de Satán que del universo de los dioses que desde las diferentes religiones, dominan el mundo.

 Los que realmente conocen de música, sabrán que ésta tiene un vigoroso poder asociativo.  Las melodías, son como imanes que atraen remembranzas; y cuando chocan con los objetos magnéticos, se escuchan como cantarinas notas del piano de Chopin. Esa es justo una de las genialidades de ese arte: mover emociones, zarandear el espíritu y estrujar, para bien o para mal el corazón.

 El Violinista del Diablo, y sus alucinantes notas, me llevaron a los más negros recuerdos de los últimos diez años de mi vida en Tamaulipas. O más bien: en los seis años del gobierno de Egidio Torre Cantú.

 De entrada: me hizo traer el amargo recuerdo de una llamada telefónica de Reynosa. Era una amenaza de muerte de alguien que decía defender a una funcionaria. Estaba en ciudad Victoria, en El Cantón con los colegas Marco Antonio Vázquez y Pablo Borrego, el Pollo. Esa vez, debo reconocer –creo que es más que necesario hacerlo público– me salvó la vida Vicente de Anda a quien la mayoría conoce como La Cotorra. (La acción, requiere de otro texto y de un mayor agradecimiento).

 Luego se escurrió como vómito, el hecho de aquella puta noche en que balas y esquirlas de AK-47 despedazaron a toda mi familia. (Nunca dejaré de escribirlo sin llorar; lo hago, como recomiendan los expertos de la conducta: para drenar el resentimiento, el rencor, el odio, el dolor y el miedo, que por lustros hemos vivido los tamaulipecos).

 En seguida, violín de Paganini de por medio, vino a mi mente la muerte de un fraternal colega. Con él, hacíamos un periódico en ciudad Victoria. Un mes de mayo, desapareció. Varios días después lo encontraron muerto. Nunca supimos por qué.

 Todo eso me ha dado una visión profunda y serena de la vida…

 …y de la muerte.

 Así es que si en estos días de abominable pandemia, me visitara ese virus maligno y horrendo, le diré desde mi reclusión –o desde mi ventilador, si es que alcanzo uno– con la heroicidad y templanza que hemos enseñado los habitantes de Tamaulipas durante más de una década:

 –¡Chinga tu madre cornonavirus!