La coyuntura actual de la migración mexicana hacia Estados Unidos obliga a replantear la manera en que se entiende y gestiona la movilidad laboral, especialmente frente al aumento de deportaciones y el peso creciente de «las mujeres jefas de familia» en estos flujos.
Cada retorno forzado no es solo un dato estadístico, es un hogar que se reconfigura, ingresos que se pierden y proyectos de vida interrumpidos. En este escenario, seguir apostando casi exclusivamente por la contención y la deportación significa profundizar la vulnerabilidad de quienes ya aportan trabajo y capital social a ambas economías.
La respuesta de política pública debe asumir, con realismo, que la migración es estructural y que las mujeres ocupan un lugar cada vez más central como proveedoras de ingreso y sostén familiar.
Las visas temporales H‑2A y H‑2B ofrecen una vía concreta para transformar la migración irregular y las deportaciones traumáticas en movilidad circular regulada. Estos programas ya canalizan una parte significativa de la demanda de mano de obra en agricultura, jardinería, hotelería, limpieza, construcción y otros servicios, pero sus topes permanecen muy por debajo de las necesidades reales del mercado estadounidense.
Ampliar de forma programada estas visas hasta, al menos, 300 mil lugares anuales para personas trabajadoras mexicanas permitiría atender simultáneamente la escasez de mano de obra en Estados Unidos y la necesidad de empleo digno entre población deportada y retornada en México.
El desafío y la oportunidad están en diseñar estos planes de visas temporales con enfoque de género y de derechos, colocando en el centro a migrantes deportados y, de manera explícita, a las mujeres jefas de familia. La evidencia muestra un aumento sostenido en la participación femenina en la migración y en la jefatura de hogares vinculados a la migración y las remesas, lo que implica nuevas responsabilidades económicas para millones de mexicanas.
Priorizar a mujeres deportadas y retornadas en la selección para H‑2A y H‑2B puede convertirse en una estrategia de empoderamiento económico, ellas no solo generan remesas, sino que reinvierten en la educación, salud y vivienda de sus familias, multiplicando el impacto social de cada dólar ganado.
De este modo, los programas H‑2A y H‑2B deben incorporar cuotas y criterios específicos para mujeres jefas de hogar, acompañados de capacitación en derechos laborales, finanzas personales y proyectos productivos al retorno.
Esto exige coordinación entre gobierno federal, estados fronterizos, municipios y universidades públicas para construir padrones confiables de deportados y retornados, identificar hogares con jefatura femenina en mayor vulnerabilidad y ofrecerles un itinerario claro de inserción en estos esquemas temporales.
Más que ver las visas solo como válvulas de ajuste del mercado laboral estadounidense, se trata de convertirlas en instrumentos de inclusión y reparación para quienes han sufrido los costos más altos de la deportación y la precariedad.
Un nuevo acuerdo laboral México–Estados Unidos, centrado en la expansión de H‑2A y H‑2B con prioridad a migrantes deportados y mujeres jefas de familia, podría marcar el tránsito de un enfoque punitivo a uno de corresponsabilidad y codesarrollo.
Reconocer la creciente participación femenina y su papel como jefas de hogar no es solo una cuestión de justicia, sino de eficacia, si las políticas de movilidad laboral integran su talento y liderazgo económico, la migración dejará de ser una herida abierta y podrá convertirse en un puente más equitativo entre las dos economías.
